"Cuidando la toldería" - Obra de Francisco Madero Marenco |
EL DUELO
Por Fernando Nelson (*)
Cuando el hijo del cacique montó su caballo y se
perdió en el sendero, no imaginó que iba cabalgando rumbo a la muerte.
Tal vez por eso (porque no lo sabía) lo apuró para
alejarse de los toldos. Se trataba de una tarea menor y cotidiana: llegar a las
Salinas Grandes para subirse al anca de su picazo negro y concentrar la mirada
sobre el nuevo fuerte de los Huincas. Había que esperar las carretas con
civiles para volver con los malones. No ignoraba que los invasores los estaban doblegando:
demasiados hermanos muertos ya en tantas encerronas; demasiadas leguas de campo
perdidas ante el fuego atronador de los fusiles y ahora –también- de los
cañones.
Pero esa mañana, al dejar atrás la tierra seca salpicada
de matas, al pisar su caballo la interminable superficie del salitral, no buscó
el lugar de siempre: se quedó en silencio y acariciando a su potro para que estuviera
quieto. Miró hacia la derecha, hacia el raleado
monte de juncos. Su instinto de guerrero avezado le sugirió la presencia
de una sombra, de alguien escondido. Mientras escudriñaba las ramas vio moverse
algo y de pronto apareció un jinete –un jinete solitario– que el nativo
reconoció como un gaucho alistado en el Ejército; venía montado en un caballo
pampa como él, y como él también lo montaba en pelo, y sus armas eran la larga
lanza, las boleadoras en la mano izquierda y el cuchillo en la cintura. Los
diferenciaba la ropa, y el lancero supo que ese gaucho no era un gaucho más. No
sólo su aspecto era rudo y temerario: el haberse presentado solo frente a él
hablaba por sí mismo: nunca antes un blanco lo había buscado para una franca
pelea a muerte, y menos allí, esperándolo en medio de la nada. Un mal
presentimiento lo hizo encomendarse a Soychu.
Los dos hombres se miraron un instante. Cuando el Huinca
comenzó a avanzar y acomodó la lanza en su mano derecha, el indio tuvo la
seguridad de que sólo tenía que ponerse a tiro para chuzarlo con su propia
tacuara. Y no podía fallar porque no le gustaba ese hombre que lo había estado
esperando como si no conociera el miedo.
No le gustaba
que viniera montado en un caballo pampa como el suyo, con la cola tusada
–también– a media altura.
Por último,
no le gustaba que el otro tomara al caballo de las crines, ultrajando la costumbre
de su gente.
Ambos se aproximaron en pequeños rodeos que
dibujaban sus monturas, para ser un blanco difícil de encontrar con la lanza o
con las boleadoras. El gaucho movió el brazo derecho, lo suficiente para que el
otro interpretara que iba a arrojar la lanza impredecible. Por eso el guerrero se apuró; por eso la arrojó
primero, aún sabiendo que estaba un poco lejos. El gaucho movió apenas su
cuerpo y la tacuara mortal pasó de largo y fue a perderse en el monte de juncos.
Recién el Huinca apuró a su potro, mientras su adversario tomaba las
boleadoras, que no pudo usar: el afilado acero del gaucho –que era la punta de su
lanza inexorable- ya había sido tirado, ya había cortado el aire, ya se le había clavado en el
pecho, y el hijo del cacique lanzó apenas un quejido antes de desplomarse hacia
atrás en una caída pesada y definitiva, y su caballo, confundido, salió al
galope por la plena salina como si el fantasma del indio lo fuera espantando.
El hombre blanco desenfundó el cuchillo y se quedó
esperando, quieto en su montura, habituado como estaba a las sorpresivas
artimañas de los indios. Recién cuando el otro dejó de moverse y quedó de
costado agarrando la lanza que lo había
abatido, se apeó con cautela. Se agachó
y sus manos buscaron la cadena y la medalla que el nativo llevaba en el pecho. Al
verlas de cerca vinieron a su mente los tiempos lejanos en que él y su madre
habían sido aprisionados por ese grupo de salvajes, los que la habían violado y
matado; recordó que él mismo había tenido que sobrevivir como cautivo: allí
había conocido al hijo del cacique. Lo había visto aprender las artes de la
guerra, y él mismo había aprendido con sólo mirarlo, hasta escapar una noche de
lluvia cuando contaba doce años. En los veinte que luego habían transcurrido, decidió
quién debía pagar por el daño recibido, y de qué modo. Agradeció a Dios que lo
hubiera acompañado en esa tarea improbable, montó su overo, y se alejó despacio
hacia el poblado.
(*) Escritor chubutense, radicado en Puán (Buenos Aires)
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