NUDOS
Por Margarita Borsella (*)
La ventana abierta dejaba pasar el aroma de
los tilos -que eran hamacados por una suave brisa de otoño- al departamento de
estudiante.
El ambiente era perfecto.
Con pinceles en las manos bajaba del cielo
un mar de rojos y violetas que en ese momento bañaba a las nubes.
Inesperadamente el timbre insistente lo interrumpió.
En ese instante todos los sueños de su
primera muestra en la Facultad de Bellas Artes, se derrumbaron como un alud.
Tenía solamente dieciocho años; debía
alistarse en la Marina y partir hacia el sur.
Con la furia agazapada entre las manos que
saltaron como locas sobre la tela, quedó la última pincelada roja.
Solo el viento como un fantasma corría de
un lado a otro en la inmensidad de ese mar helado que lo llevaba a lo
desconocido, a lo inesperado, mientras el miedo enroscando a la garganta lo iba
consumiendo.
Si bien se alistó en un grupo de infantería
de la Marina, lejos estaba del duro entrenamiento de los hombres del BIM-5 a
quienes acostumbrados al frío y al viento, les era familiar esa costa que
comenzaba a verse detrás de un cielo de plomo rayado de lluvia y tormenta.
A medida que el barco se acercaba entre
relámpagos del cielo y los misiles de los Harries que aparecían por todos
lados, se encontró con el mismo infierno.
Desde la enfermería, lugar que le habían
asignado como ayudante, vio los primeros muertos que él mismo cubrió con
frazadas, mientras otros caían al mar. Entre esa ilusión y desilusión, el frío
el hambre y el cansancio no impidieron el seguir ayudando a respirar la última
gota de aire a los caídos, sin importar el color de la tela que los abrigara.
Días tras días, semanas tras semanas,
fueron muchas las palabras acompañadas por el último aliento que guardó;
pincelando el alma con los colores del dolor y de la incomprensión; del no
saber por qué estaba allí. Igual las fuerzas llegaban a él para continuar; para
estar.
Las bombas atravesaron al barco y el mar se
apoderó de muchos cuerpos que aún latían. El suyo era uno de esos.
Con una pierna engangrenada por el
congelamiento del pie, lo encontró el sol del mediodía en una playa aferrado al
listón de madera que lo mantuviera con vida; solo el océano sabrá por cuánto
tiempo.
En la frontera del delirio, la vigilia y el
sueño, súbitamente entre las crestas de las olas, como suplicándole rescate,
vio la soga con la que cada nudo recordara a un compañero caído por las ráfagas
del enemigo o caído por un abismo interior. Esa soga con la que saltara para
escapar del fuego y le mantuviera el impulso vital por sobrevivir.
Se aprehendió a ella; cada nudo cobró vida.
Se arrastraban suplicando, gritando de frío, de hambre, de pena cuando veían
caer cuerpos al terminar sus rastros sobre la tierra helada y ensangrentada.
Despertó en una cama de hospital con la
soga junto a él y una pierna menos, dispuesto a continuar el cuadro.
Aún con los bramidos de la guerra entre las
manos que nunca lo abandonaron, pegó la soga en la tela y con un grito de
dolor, engrosó la pincelada roja de aquel atardecer de otoño.
(*) Escritora chubutense. Este cuento
obtuvo el primer premio en el IV Certamen de Narrativa "Antonio Aliberti
2015" de San Antonio de Padua, provincia de Buenos Aires.
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