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jueves, 14 de febrero de 2013

EL POEMA DE HOY




La otra ciudad

Por Miguel Oyarzábal (*)




Afuera la noche se deshilacha
y acá la claridad
da con los límites del cuarto,
es un gris celeste
que lo puebla de objetos y de aire:
el placard parece un edificio en torre
deshabitado,
la cómoda es el municipio aún sin gente,
los adornos, carteles luminosos en silencio,
la silla un inquilinato en la calle principal
y el espejo
es el monumento a la verdad,
pero no cuenta.
Las sábanas son el mar en calma después de las tormentas
y nosotros,
dos barcos entredormidos
a la espera de una señal.
Desde la mesa de luz,
que debe ser el muelle,
el despertador da la orden de soltar amarras.
ya se,
Al amparo de tus pechos
sería un náufrago en lugar seguro:
podría esconderme debajo de las cobijas,
escuchar las olas en el hueco de los caracoles,
permanecer,
hacerme viejo cuidando sueños.
Tus mareas terminarían por anegarme,
y la varadura,
sería para siempre.




(*) Poeta, periodista y narrador oral. Vive actualmente en Puerto Madryn, nació en Salto (Bs. As.) en 1948. Protagonizó espectáculos literarios y contó sus historias en el canal de televisión provincial de Chubut, en la Feria del Libro de Buenos Aires y en Colombia (2003) y México (2006). Coordinó Talleres Literarios y de Narración Oral. Desarrolló el proyecto de recuperación de la memoria “Re-Conocernos”. Publicó seis poemarios: “Pasillos” (1986), “Y esa tinta no se borra” (1992), “Noctambulario” (1994, con subsidio del Fondo Nacional de las Artes), La Lámpara (2001, del cual se tomó el poema publicado), “Café con cielo” (2006) y “Por lo que tengo” (2011). Becado por el Fondo Nacional de las Artes (1987) y por Fundación Futuro (1988-1995). Premios: Plaqueta al Mérito Literario Biblioteca Popular “Juan José Castelli”, General Pacheco (1974). Concurso del Encuentro de Escritores Patagónicos: 1er premio (1993) y dos 2dos premios. 1er Premio VI Edición Encuentro Internacional “Reunión de Voces” (2011) Reconocimientos: Por la Trayectoria en la Cultura Revista “Tela de Rayón”, Diario “Jornada” (2007), por la Trayectoria Literaria, “II Congreso Latinoamericano de Comprensión lectora” (2009), al Mérito por la actividad cultural en Literatura, Municipalidad de Puerto Madryn (2010) y Diploma de Alta Distinción Municipalidad Distrital de Ahuac, Perú (2009). Integró la antología de poetas madrynenses “La cuerda de los relojes limando el tiempo” (2012).



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miércoles, 6 de febrero de 2013

LA NOTA DE HOY





TEATRO


Por Jorge Eduardo Lenard Vives




El teatro, como género literario, es obra escrita; pero también escenificación. Aunque son aspectos inseparables, este artículo sólo habla de la faz creativa en la dramática patagónica. Es trabajo de entendidos reseñar la tarea de actores y directores en la región; como en el completo tratado “Historia del Teatro Argentino en las provincias”, dirigido por Osvaldo Pellettieri (*).
En su “Taller Literario” virtual, la escritora y aficionada a la actuación teatral Olga Starzak,  cita -de otra fuente- que los textos dramáticos se comunican con la representación actoral; siendo la lectura individual una forma de representación. Tal aserto fundamenta que se considere a un dramaturgo el escritor cumbre de la Literatura inglesa. Shakespeare, además, introdujo en su obra una traza patagónica; al hacer declarar al Calibán de “La tempestad”, que el dios de su madre era la deidad tehuelche Setebos.
Este temprano ingreso de la Patagonia en el género dramático, parece haberle dado en la zona un impulso fructífero. El coronel Manuel Olascoaga, precursor de la Literatura sureña y gobernador del Neuquén entre 1884 y 1891, creó varias piezas teatrales. Según Álvaro Yunque escribió “...con el seudónimo “Mapuche”, novelas como “El sargento Claro”, “La lanza del montonero”, “Criollos históricos”, “Los últimos cautivos”, “El brujo de las cordilleras” y, para el teatro, (...) “Facundo”, “Patria”, “Crispín”, “Liú-Huinca”, “El gran reformador” y “El gobierno de los locos ...”.
Otro cultor del teatro neuquino fue Gregorio Álvarez, reconocido investigador del folklore austral; que dejó las piezas “Baigorrita” y “Pehuén Mapu”. En los últimos años, la provincia dio varios nombres a la dramaturgia; como Hugo Saccoccia (“Modelo de madre para recortar y armar”); Alejandro Finzi (“Benigar”), Lili Muñoz (“La pasto verde”) y Carol Yordanoff (“Malahuella”). Osvaldo Calafati reseñó estos antecedentes para el trabajo de Pellettieri; pero también, junto a Azucena Ascheri, escribió su propia “Historia del teatro de Neuquén”.
Pasando a Río Negro, en la actualidad podemos citar a Luisa Calcumil (“Es bueno mirarse en su propia sombra”), Alberto Brandi (“Pequeñas rutinas”), Juan Raúl Rithner (“La aldea de Refasí”), Gerardo Pennini (“Un cielorraso lleno de rabanitos”), Carolina Sorín (“El apetito”) y Oscar Benito; que también fue el recopilador de piezas patagónicas para el libro “Dramaturgos de la Patagonia argentina” (**). Quien incursionó en las tablas como actor fue Elías Chucair; registró su afición en el libro “Teatro vocacional”.
En los capítulos del ensayo de Pellettieri dedicados al Chubut, Cecilia Perea registra un dato de 1951; cuando en Trelew se llevó a escena “Historia de la colonización del Valle del Chubut”, escrita por autores locales. Más recientemente, otro chubutense dedicado a la dramática fue Roy Centeno Humphreys; con sus obras “El campeón”, “Tengo que casar a mi mujer” y “Seis albóndigas y un pijama”. También lo hace Juan Carlos Moisés, desde Sarmiento, con creaciones como “La casa vieja” o “El Tragaluz”; Alberto Antonio Romero, de Esquel, con “Primavera o la danza de las flores”; y Fernando Nelson (ahora en Puan) con “El ensayo” y varias comedias.
Marcela Arpes y Alicia Atienza, nuevamente en el libro de Pellettieri, señalan que las primeras piezas dramáticas de Santa Cruz son de 1910, año en que unos aficionados de Río Gallegos escenificaron dos obras de escritores vernáculos: “Vía Crucis de un matrimonio”, de José Basualdo y “República”, de Miró. En tanto, hacia 1921, en Puerto Deseado se menciona a Wilson Del Valle como autor local de “Lección provechosa”. Actualmente encontramos a Aníbal Albornoz Ávila, entre cuyos trabajos pueden citarse “Las amanecidas del fiordo Caupolicán” y “La flor torrentosa”; y a Manuel Sarmentero con “Pórtico del cielo”.
En su “Historia del Teatro Argentino” (***), Beatriz Seibel menciona que el “hain”, rito de iniciación ona en el que intervienen personajes como Short, Xalpen y Olum, es una expresión teatral. Este lejano precedente se prolonga en la obra de los autores actuales de Tierra del Fuego; como Eduardo Bonafede (“Las goletas”) y Adelmar Elchiry (“Ya camina”). La zona también atrajo a dos escritores chilenos: Francisco Coloane, con su única pieza teatral “La tierra del fuego se apaga”; y Gastón Salvatore - quién escribe en idioma alemán -, con “Feuerland”.
Es imposible condensar, en este breve texto, el desarrollo del género teatral en la Patagonia. Pero, al menos, el resumen permite afirmar que la dramaturgia tiene un lugar importante en la Literatura regional. A partir de los datos iniciales, algún experto aprovechará la riqueza de un tema apenas enunciado; y recuperará el nombre, ahora ignorado, de los autores dramáticos sobre los que cayó el telón del olvido.


(*) “Historia del Teatro Argentino en las provincias”. Volúmenes I y II. Grupo de Estudios de Teatro Argentino e Iberoamericano” de la UBA, dirigido por Osvaldo Pellettieri. Galerna – Instituto Nacional del Teatro, Buenos Aires, 2006.
(**) “Dramaturgos de la Patagonia argentina”. Oscar Benito (et al.). Argentores, Bs As, 2007.
(***)“Historia del Teatro Argentino. Desde los rituales hasta 1930”. Beatriz Seibel. Corregidor, Bs As, 2006.


Nota: el autor agradece la inestimable y desinteresada colaboración de la señora Susana  Calero, del Instituto Nacional del Teatro; que brindó un generoso aporte documental a la nota. También a Solange Kolesnikewicz, por el préstamo de material bibliográfico.

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jueves, 31 de enero de 2013

EL RELATO DE HOY






El color



Por Juan Bautista Vallés (*)



Las nubes cargadas de gris alejan de este cielo el sol de extra tibieza que, en estos días del año, a él suele asistir. Cuando se hace presente aparecen, salidos de alguna parte, colores varios, matices nuevos y combinaciones raras.
Han estado como ángeles.
En la tierra, el color –o los colores- vive en granos de polvo, esperando ser tocado por la varita mágica del agua o del óleo y trasladarse de ese estado a otro más acuoso, más libre, dócil, dispuesto a quedarse eternamente en unas figuras nuevas que viven en el mundo de las pinturas. En él también habitan las formas paridas de maestras manos, obedientes a diseños nacidos en cabezas muy particulares.
Quizás el gris negruzco que hoy cubre el cielo sea para montar nuevos escenarios a partir de mañana.
“El color es ante todo un hecho social”. (La Nación).
Es símbolo de clases sociales, oficios, nobles enjoyados… A quién simboliza depende de cuándo y dónde se encuentre.
¿Será que el color, por su fácil presencia e identificación, ayuda a discriminar?
Cuando Dios creó al mundo, ¿lo hizo con colores?
¿Dónde los ubicó?
¿Este amarillo de hoy es el mismo amarillo de la creación?
¿Cómo se define un color?
¿Por qué los hombres van tras banderas de colores?
¿Por qué se dejan matar por defender telas impregnadas de anilinas diversas?
¿Por qué juran defender con la vida estos estandartes y no hacen lo mismo por sus mujeres y sus niños?

En una entrevista le preguntan a Borges: “¿Por qué usted usa los mismos colores: rojo, amarillo y verde?”.
Y el escritor contesta: “pero también verá el rojo tirando a rosa; y el amarillo… hay para esto (último) una explicación física. Cuando empecé a perder la vista el único color que veía, o mejor dicho que resaltaba, era el amarillo que es el color más vívido y yo vivo en un mundo gris como si fuera un mundo vedado por una cortina de plata”.
Las materias colorantes son sustancias trituradas de origen animal o mineral. Comparten la imprescindibilidad con la línea, las sombras, las luces.
Después de pasar tantos gramos, cuya cantidad roza la infinitud transformada ya en ese líquido cuya mayor propiedad es el color, se dispone a ser cuadro.
El misterio, los secretos, los ritos de iniciación, las palabras del conjuro han nacido en estas horas del parto de un nuevo color. Para ello se instala en la paleta esperando ser usada por el artista. Mientras, dentro de éste, se revuelven experiencias, recuerdos impresiones, sueños, vigilias, para parir organizados ya en una figura de mera existencia mental, el viaje al cuadro.
¿Cómo y por qué elige el pintor los colores?
¿En qué momento? ¿Al inicio?
¿Cuándo el pintor “ve” el cuadro?
¿Qué tiene que ver el amarillo de Borges, con el azul de la Madre María?
Leo el Génesis y advierto que Dios, en las tranquilas jornadas de la Creación, descubre ya llegando al final que las tinieblas todo lo cubren. Entonces crea la luz. Poco se dice del color. De este nuevo elemento. Sin duda habrá mejorado el escenario con las luces y las consiguientes e inevitables sombras, habrá paisajes más nítidos, sorprendentes, que el del tiempo anterior.
“Fuera de la tierra los pájaros del cielo y a todos los que se arrastran por el suelo les doy como alimento el pasto verde” dijo el Señor. Así que el verde parece ser el primer nombrado, lo que es igual a ser el primer creado.
Es interesante pensar que el verde, dice el Señor, se usa para crear alimento para el hombre. ¿Primera comunión?
Borges utiliza el rojo, verde y amarillo. Ha dicho más arriba que por superstición. El amarillo es la última luz de la incipiente e inexorable noche, ha dicho Borges.
¿Qué significa el rojo?
Queda en la oscuridad la aparición del color en la Creación y en la Naturaleza.
Colores y símbolos.
Cuando llegue el color en la paleta del pintor el artista se conmueve, el espíritu lo abruma y desborda y hace desaparecer lo irracional. Lo especulativo, hasta la maldad. Consciente o inconsciente brota la inspiración y sus gajos de amor distraen de cualquier otra cosa que no sea darle un sentido a la pintura, a los colores.
Colores primarios y secundarios. Son los segundos creación del hombre, pues son mezcla y ésta parece una desdeñable actividad para un Dios.
Leemos en el “Manual de pintura” que “las relaciones entre colores son tan infinitas como la serie de los números”.
Hay una disimulada asociación con las matemáticas, hijas ambas de relacionarse con la eternidad. Expresada en números.
El sol se retira de ese cielo con la extraña sensación e tibieza que tuvo al comenzar la jornada.
Cuando va desapareciendo el sol, salen de alguna paleta matices varios, nuevos colores, extrañas combinaciones. Todo es bello.
Anochece.



(*) De “Cuentos Completos”, Patagonia Contemporánea - 2010

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lunes, 28 de enero de 2013

EL CUENTO DE HOY



              Testigo de mi muerte


                Olga Starzak




Lentamente recuesto en el pasto mi cuerpo castigado y con él, sobre las patas delanteras, apoyo mi cabeza. Siento la intensidad del fuerte dolor. No puedo precisar dónde. Mis entrañas se contraen en espasmos que se repiten con  frecuencia. Son vanos los esfuerzos por encontrar una posición que me alivie. Cuando puedo entreabro los ojos y miro alrededor; ellos están allí... siempre lo han estado. La pena en sus rostros aún aniñados es evidente.
Me consuela pensar que también para ellos pronto terminará este padecimiento.
Puedo recordar el brutal castigo que propinaron en mi tórax las chapas del vehículo conducido por el joven que me brindó los primeros auxilios.
No sé cuánto tiempo pasó entre el momento del accidente y aquél en el que, acostado en la camilla del consultorio, el veterinario conversaba con quienes han sido desde años mis dueños, mis amos... Casi me animaría a decir mi familia.
Me habían operado.
Los golpes habían producido heridas internas. Mis órganos estaban muy comprometidos, según escuché que comentaban.
Caricias y palabras de aliento me acompañaban todo el tiempo. La esperanza de la recuperación mitigaba los corazones apesadumbrados de los que me rodeaban. Yo hacía enormes esfuerzos por responder a esas manifestaciones tratando de mantener los ojos abiertos; elevar mis orejas, aunque más no fuera… moverlas.
 Los niños no cesaban de mimarme: pasaban con  suavidad las manitas sobre mi cabeza y el lomo;  hablaban en un tono de voz -que sabía por tantos años compartidos- estaba cargado de angustia y pesar.

 Me llevaron a la casa y comencé a mejorar. Tomaba, sin resistencia, los medicamentos que me ofrecían y hasta realizaba cortos paseos por el  jardín del patio.
Después apareció este terrible malestar que invade todo mi ser. Llamaron nuevamente al médico y observé las caras desconcertadas de toda la familia. Conversaron largo rato. Se produjeron silencios prolongados.
 Desde un primer momento el llanto de los más pequeños y las  lágrimas de los adultos confirmaron mis sospechas: habían sido inútiles los intentos por detener la infección que, aunque tardía, era previsible.

Esta mañana de verano mis débiles patas ya no pueden sostenerme; haciendo mi voluntad,  horas antes me han permitido salir de la casa y es allí  donde ahora me encuentro. Todos están presentes. La más grande de las niñas trata de acomodarme sobre una manta; la más pequeña, arrodillada a mi lado,  murmura palabras que jamás antes escuché. Creo que recita un poema de aquellos que le enseñan en la escuela; luego al ver sus manos unidas en un gesto de plegaria, compruebo que se trata de un grito desesperado.
Se niegan al sacrificio que les proponen... y me alegra. No quiero que carguen sobre sus vidas esa responsabilidad. Pero cuando mis músculos se tensan y dejan lugar al dolor desmedido, con gestos que imagino imperceptibles, les suplico que  se apiaden de mí.
En otros momentos les agradezco, aferrado a la vida, la cobardía que les imposibilita tomar la decisión. Me entrego como ellos a la idea de una imprevista reacción a las  inyecciones suministradas,  o tal vez... al milagro que esperan.
En ocasiones, Dios o quién sabe quién o qué, me regala breves descansos y caigo en un sueño tan intenso como abismal. Creo que es el fin que ha llegado. Voces lastimosas me vuelven a la realidad y con ellas aparece el tormento que se apropió de mi ser y ahora también de mi alma.
Advierto que las patas traseras están inmóviles y el abdomen tieso. Para mi sorpresa el dolor me ha liberado y percibo mi cuerpo inerte apoyado aún en la  hierba. Levanto los párpados y sostengo la mirada en los ojos húmedos de los tres chicos que, agazapados a mi lado, son sosegados por sus padres.
 Procuro que comprendan que con mi último aliento les dejo mi amor más sincero y un infinito reconocimiento por haber formado parte de sus vidas.
            Cuando ya no puedo resistir... dejo caer mis párpados.
            El cuerpo, antes tan pesado, ya no me pertenece. Sólo soy mi alma.
Ellos aún no entienden de dimensiones ilimitadas y están aferrados a un tiempo y un espacio que nos les permite imaginar la libertad que, hace sólo unos instantes, comencé a disfrutar.





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miércoles, 23 de enero de 2013

LA NOTA DE HOY




ENTRE MACONDO Y VALCHETA


Por Jorge Castañeda (*)




Macondo “una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.
Valcheta, un pueblo asentando sus reales a la vera del arroyo homónimo cuyo remoto curso atisbaron los ojos asombrados de los primeros exploradores describiendo la pureza de sus aguas y la feracidad de sus pastos y en cuyos parajes aledaños los huevos de tiranosaurios rigen su duermevela entre nidadas y cascarones.
Macondo donde Melquíades “fue de casa en casa arrastrando don lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aún los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se los había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos”.
Valcheta, donde las mojarras desnudas son una especie única en el mundo porque están desprovistas de escamas y escudriñan desde hace más de cien años de soledad las nacientes del arroyo mesetario, donde el brazo frío y el brazo caliente se unen en “La Horqueta”, confluencia y derrotero que busca su destino de arena y sal en el gran bajo del Gualicho.
Macondo cuyas casas “se llenaron de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos” y donde “el concierto de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor que Ursula se tapó los oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad” y cuando “los gitanos encontraron aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros”.
Valcheta donde las loradas parten inquietas y bulliciosas todas las santas mañanas desde los árboles de las riberas inquietando a propios y forasteros pero en especial orientando a los arrutados con alada y móvil precisión  de brújula con forma de bandada.
Macondo donde “las mariposas amarillas precedían las apariciones de Mauricio Babilonia” y aún “alguna vez las había sentido revoloteando sobre su cabeza en la penumbra del cine”.
Valcheta, donde un árabe de los mal llamados turcos hubo pintado las gallinas de verde, rojo furioso, amarillo o fucsia para que nadie se imaginara que eran hurtadas por la noche de los gallineros más desaprensivos y para que ningún vecino las reconociera como propias.
Macondo, donde “el primero de la estirpe está amarrado a un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas” y donde “un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico” dejó su huella implacable.
Valcheta, donde el negro Eusebio de la Santa Federación tuvo más ínfulas que un obispo, sin haber pisado nunca su suelo.
Macondo, donde “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Valcheta entre la elevación azulada de la meseta y el bajo salitroso del Gualicho; entre los “pozos que respiran” y la “piedra de poderes”; entre la “cueva de Curín” y la “puerta del diablo”; entre los árboles milenarios y la paz mítica de “la gotera”, donde la estirpe vieja de sus familiares aguarda un destino mejor y más auspicioso a la sombra de los sauces históricos que reverdecen por sus gajos con cada primavera.



(*) Escritor de Valcheta. Este trabajo fue tomado de su obra “Crónicas & crónicas”.

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viernes, 18 de enero de 2013

EL POEMA DE HOY




NUNCA

Por Héctor Roldán (*)




Hay un punto donde nunca se debería poner la vista.
Hay un lugar al cual nunca se debería visitar.
Una comida que nunca se debe probar,
un idioma que no debe aprenderse.

En eso pensaba mientras veía los hilos,
mientras tu desnudez no ocultaba tus máscaras.

Hay un sueño que no se debe tener
un paquete en el árbol que no se tiene que abrir.
Unas vacaciones que no deben tomarse,
una carta que no hay que escribir.

Salías del agua, de la lluvia, sin ojos,
sólo con una vieja sombra viscosa pegada a tu piel.

Hay una caricia que nunca debe darse
una noche que nunca debería llegar.
Una sonrisa que hay que ocultar,
un conocimiento que siempre debe negarse

Pero, dónde estoy, qué hago mirando
la mancha perversa de una censura en el alma.

Hay una pared que nunca debería caerse.
Hay frío que nunca, pero nunca, debería abandonarse





(*) Escritor santacruceño. Poema publicado en su blog “El espectro de las cosas” (elespectrodelascosas.blogspot.com/)

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lunes, 14 de enero de 2013

LA NOTA DE HOY





LOS LIBRITOS GRISES


Por Jorge Eduardo Lenard Vives





Siendo chico llamaron mi atención ciertos libritos, folletos más bien, que reposaban sobre uno de los estantes de la biblioteca hogareña. Sus tapas plomizas, o de un verde o un celeste desvaído, agrisado por el tiempo; les daban un aspecto de distinguida antigüedad. Al principio, tomándolos con cuidado de su sitio, tal era el respeto que me inspiraban, me gustaba ojearlos para contemplar las nítidas fotografías de arpones, placas grabadas, tokis y otros instrumentos líticos u óseos similares. Luego comencé a leerlos, en forma fragmentaria, según que algún tema atrajera mi interés; y fui memorizando los nombres de sus autores, más tarde reencontrados en mis lecturas de adulto: Félix Outes, Milcíades Alejo Vignati, Juan Ambrosetti.

Eran las Publicaciones del Museo de La Plata, esa colección de documentos creada por el Perito Moreno, para difundir los trabajos de los mejores investigadores del país en diversas ramas del conocimiento; en particular, de la arqueología patagónica. Traigo su recuerdo a estas páginas, porque alguna vez dije que el género didáctico, para ser Literatura, debía expresarse en un lenguaje plástico; y, en muchos casos, estos ensayos breves lo hacen. Pero también tienen otra relación con las letras patagónicas: varios de ellos registran testimonios inapreciables de una de sus primeras manifestaciones, las leyendas y relatos orales de las etnias locales primigenias.

Analicemos un par de esos opúsculos. Por ejemplo, el llamado “La pretendida existencia actual del Grypotherium” de Robert Lehmann–Nitsche; editado en 1901. Para comentarlo, debemos hablar sobre el autor; un científico alemán que vivó 33 años en la Argentina y que, ya vuelto a su suelo natal donde murió en 1938, continuó aportando sus conocimientos para la comprensión de la pre y protohistoria de la Argentina. Muchos de sus estudios los hizo en el Museo de La Plata; pero también recorrió el interior del país entre 1900 y 1926, en especial Chaco y Tierra del Fuego. En el librillo de referencia, que devela el origen de la leyenda que dio pábulo a la creencia en la supervivencia del Neomylodón, encontramos pasajes de sumo interés para conocer los mitos sureños en sus versiones de primera mano. Allí detalla lo que dijo su informante y amigo Nahuelpi respecto al “zorro-víbora”, que el científico identifica con la lutra: “El zorro-víbora existe en el agua. Este agarra gente en el agua. Tiene una cola con que agarra la gente. Pero cuando lo adoran no hace daño. Cuando lo adoran le dicen “¡Padre, dueño del agua, por servicio no nos haga mal a nosotros!” le dicen. “Dueño del agua, por su milagro que pasemos bien al otro lado de su agua”, le dicen”.



Otro ejemplo puede ser “Los talleres arqueológicos de Gualjaina”, publicado en 1945 por Tomás Harrington. También una referencia al escritor; un maestro que ejerció en varias escuelas en el noroeste del Chubut, empezando en 1911 por la de Gan Gan. Luego, ya jubilado, retornó a la Patagonia para seguir sus estudios etnológicos; en los que fue acompañado por un joven Rodolfo Casamiquela. Harrington dejó muchos trabajos, como su “Contribución al estudio del indio gününa küne”. La obrilla que mencionamos más arriba revela cuán minuciosa fue la reunión de datos que hizo y sus dotes de observador: “El valle del Gualjaina estuvo totalmente cubierto de pastos, en el decir de los antiguos pobladores del lugar; pero los guanacos, abundantes décadas atrás y hoy casi extinguidos en la región, los vacunos y yeguarizos, y más tarde y en el día gran cantidad de ovejas, ayudados por un suelo blando y semiguadaloso, por los fortísimos vientos del oeste que toman longitudinalmente el valle, y por el tránsito sobre el camino, han convertido al terreno en “peladal” y el todo en “voladero”. En una nota al pié, aclara ambos regionalismos.

El moderno interés por la no ficción hizo surgir, en los últimos años, innumerables libros de “divulgación científica”; entre los cuales la arqueología austral fue una de las temáticas preferidas. Aparecieron así trabajos inclinados a lo académico, como “Los cazadores-recolectores del extremo oriental fueguino”, de Atilio Francisco Zangrado, Martín Vázquez y Augusto Tessone, o “Glaciología y Arqueología de la Región del Lago Argentino”, de Roberto Andreone y Silvana Espinosa; y otros con un sesgo hacia lo literario, como “Por los picaderos de la Patagonia”, de Oscar García Marina.

De esos modernos libros, ilustrados a colores, con tapas atrayentes y brillantes, los humildes folletines platenses son venerables ancestros. Seguramente algunos estudiosos modernos recurren a ellos para obtener datos de valor para sus pesquisas; como también suelen frecuentarse los enjundiosos artículos de la revista Argentina Austral. Ambas publicaciones comparten la misma suerte; permanecen en la sombra para muchos lectores y son sólo conocidas por los especialistas. No sería malo que se supiese más de ellas. Entre otras cosas, permitiría entender que la investigación sobre los pobladores autóctonos, sus antepasados y el folklore y la mitología regional, no es una novedad de los últimos años; sino que desde principios del siglo XX –y antes– muchos eruditos se preocuparon por recuperar y conservar para la posteridad, con rigor científico, el acervo vernáculo. 

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lunes, 7 de enero de 2013

EL RELATO DE HOY







Memorias del Viento – Capítulo 8

                                                          Por Hugo Covaro (*)



Yo voy al viento y desde el viento vengo a contar sus memorias, a nombrar a los hombres de la tierra que habito.

Vuelvo de sus silencios en minúsculas partículas en las que reparte el día su pan desmemoriado. Pueblos casi de barro. Tierra sobre tierra. Y el viento acezando en las trutrucas sus minerales nuevos, llenándole la boca de canciones al hombre y puliendo los cuarzos de sus ojos paisanos.

Yo voy al viento y vuelvo cuando el viento es un aire redondo en manos de los indios, hecho jarrón oscuro. O remolino –viento trenzado– que hunde su trépano de arena en la raíz olorosa del tomillo. Vuelvo en el viento obsesivo, que envejece todo lo que toca; que lo cubre de un olvido amarillento al monte, cuando el otoño, pisando la hojarasca, se trepa a la paz de los piñones dormidos. Que cordillera adentro, desde su médula de frío, donde los arroyos nacen arrastrando su sombra húmeda, se esconde en los ojos del puma la niñez del relámpago, atizando fuegos.

Voy al viento y vuelvo con el viento bajando de un cielo alto hasta los árboles, andando esta tierra, de preñez, ávida de lluvias generosas, regresando a contar sus memorias como un escalofrío en el poncho de los gauchos, cuando el viento asienta su sombra silenciosa en la raíz dormida del chacay.

Veo llegar de lo hondo del tiempo a Cecilio Quezada, cargando su borrachera y esa alegría breve como un beso que el vino sopla con sus fuegos para incendiarle al pobre la boca de tonadas. El viento andaba en la guardia del caballo que frente al boliche pisaba a cuatros patas la espera y en la muerte, que dormía su antiguo frío en el filo de los cuchillos. El viento anduvo tapándole las buenas huellas a los zorreros y Márquez vino a completar la pena con una copa amarga. Dicen algunos que fue en defensa propia. Otros no dicen nada.

Amaneció tirado, con una copla muerta a medio salir de su garganta arenosa. Todo tenía la quietud de la leña. Sólo el sauce le soltaba una llovizna de hojas doradas y en lo alto el cielo mostraba sus lentas quemazones.

Lo cargaron en un carro y se llevaron para velarlo. Iba, con una sonrisa marchita, ahorcada por el pañuelo negro que como una sombra de cuervo le acogotaba todos los sueños. Iba, entre ranchos tristes y ladridos a lo más profundo del viento para entrar en sus memorias...




(*) Escritor comodorense. Es una de las figuras más importantes de la Literatura Patagónica; cuya trayectoria y permanente presencia en las letras regionales, ampliamente conocida, no requiere mayor presentación. Obtuvo numerosos premios y distinciones; y además de la creación literaria, tiene una significativa obra musical. Es autor, entre otros, de los siguientes títulos: “Canto Joven” (poemas, 1970), “Rastro Moreno” (poemas, 1972, “Inquilino de la Soledad”(relatos. 1975), “ “Luna de los Salares” – Relatos, 1985 . “El Chamán y la lluvia”(novela breve, 1996), “Trampa para Duendes”(relatos, 1997),“Con los ojos del puma” (novela, 2000), “Pequeña historias marineras” (relatos, 2005), “Mi Land Rover Azul” (relatos, 2003) y “Nada ocurre antes del viento” (relatos, 2012). El presente relato fue tomado de su libro “Memoria del viento”, de 1983.

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miércoles, 2 de enero de 2013

EL RELATO DE HOY

           En la apertura del año 2013, una colaboración especial:

                                                     
                                                                                 
                                                                                 


                                    PRIMER AMOR (*)


                                  por Antonio Dal Masetto





        En  aquellos tiempos todavía no odiaba nada ni a nadie. Tenía doce años y estaba enamorado. Meses atrás, no muchos, había cruzado el océano en un barco de emigrantes, había visto llorar a hombres rudos, había llorado a mi vez y me había escapado de popa a proa para ponerme a soñar con América.
      Miraba el horizonte y fantaseaba acerca de llanuras, caballos impetuosos, espuelas de plata y sombreros de alas anchas.
        Lo que me esperaba al cabo de la travesía fue un puerto como todos, hierro y óxido, anchas avenidas empedradas, bandadas de palomas y más allá una ciudad como un muro. Después vino el tren lento a través de los campos invernales, estaciones vacías, campanazos que anunciaban las partidas y estremecían el silencio y, finalmente, el pueblo. Nada de sombreros de ala ancha.
        Lo primero fue cambiar los pantalones cortos por unos mamelucos, los zapatos por alpargatas. Me enseñaron el recorrido de la clientela, me dieron una bicicleta y me pusieron a repartir carne. Tuve que enfrentar el desconocimiento del idioma y soportar las burlas de los pibes en las que, por lo menos al principio, no alcanzaba a distinguir más que la palabra gringo. De todos modos no me quedaba quieto y cuando tenía uno a mano me le tiraba encima. Pero no había demasiada convicción en esas peleas. Y en los baldíos, en las calles de tierra, lo único que dejamos fueron algunos botones de nuestra ropa.
        Lo cierto es que ahora pedaleaba de mañana, pedaleaba de tarde y estaba enamorado. Ella se llamaba Renata, usaba trenzas, tenía los ojos pardos y vivía en una gran casa, con una chapa de bronce en la puerta, donde yo tocaba timbre cada día para entregar el pedido. La amaba porque era hermosa, porque era la hija del doctor y porque era malvada. Por lo menos eso comentaban entre ellas algunas clientas, cuyas hijas eran compañeras de Renata en el colegio de monjas. Nunca me pregunté qué clase de perversidades pudieron haberle ganado ese calificativo. Pero en esos meses, para mí, la idea de la maldad se convirtió en un atributo de la perfección.
        El domingo en que la vi por primera vez, Renata cruzaba la plaza con unas amigas: venían de misa. Ella caminaba en el centro, lideraba el grupo, hablaba muy seria, la cabeza erguida, y las demás alborotaban alrededor.
Vaya a saber lo que sentí realmente, quedé turbado y esa noche tardé en dormirme. De algún modo debí intuir que con aquel encuentro se abría una etapa nueva. Hasta ese momento me había estado asomando al pueblo y sus calles como sobre un pozo sin fondo, donde no había respuestas, ni siquiera preguntas, sólo estupor y una calma de agua estancada. Recuerdo los amaneceres escarchados, la quietud del río, las noches sin vida, los dos caballos tristes y pacientes bajo la lluvia en el terreno cercado por alambres de púas, frente a nuestra casa. Vivía como aletargado por todo eso, sumergido en un asombro quieto y distante. No sabía si algo en mí estaba exigiendo un cambio. Era un adolescente inquieto, aunque la prueba a la que estaba sometido casi no me permitía rebeldías, no pedía aceptación ni rechazo, simplemente me rodeaba con su abandono, me enquistaba y me anulaba.
        Después de encontrarme con Renata, en los días siguientes,  cuando averigüé que vivía en aquella casa y me puse a soñar con ella, aprendí, entre otras cosas, que había en mí una capacidad de sufrimiento hasta entonces insospechada. Y me lo repetía a cada rato: “Sufro, estoy sufriendo, nunca sanaré de este dolor”.  Estaba realmente convencido. Pero también era cierto que todo ese desgarramiento no me debilitaba, al contrario, comenzaba a instalar señales reconocibles y familiares en esos días vacíos. A medida que aceptaba ese mundo como mío, percibía que se iba desintegrando la rigidez que me separaba de todo. La esperanza que cada mañana respiraba en el aire frío, el sobresalto renovado cada vez que veía a Renata salir del colegio entre sus compañeras (un delantal blanco siguió representando para mí, durante mucho tiempo, el símbolo del amor y la aristocracia pueblerina), eran cosas reales, que me devolvían una identidad. De este modo, sin saberlo ella, la presencia de Renata iba introduciendo cierto orden en mi desconcierto. Me hundía en la impotencia y al mismo tiempo me salvaba del desarraigo. Seguramente, por lo menos al principio, ni siquiera debió darse cuenta de mi existencia. Y aun más tarde, después del encuentro en el jardín, es probable que no haya vuelto a fijarse ni a acordarse de mí. Sin embargo, desde esas distancias, ella me marcaba una dirección. Yo me sometía, sufría y me sentía vivo.
        Y así, aquellas calles se llenaron de actividad, de cálculos, de horarios, de estrategias. Siempre estaba yéndome o llegando, partía en mi bicicleta con cualquier excusa, me ofrecía para todos los mandados. Pasaba por su casa, por la de alguna amiga, por la iglesia, por el club, por cada sitio donde suponía que podía estar.  Corría permanentemente. En realidad, era ella la dueña del movimiento. Se desplazaba y yo respondía girando a su alrededor, a una cuadra de distancia, a cinco, a diez, como si estuviese atado con un hilo, ensayando vastos rodeos, encarando finalmente por una calle donde ella venía avanzando, para cruzarla de frente y pasar a un par de metros, pedaleando fuerte, la mayoría de las veces sin atreverme siquiera a mirarla. Llevaba en el bolsillo una libreta en la que anotaba:
“Martes 17, la vi; miércoles 18, la vi; jueves 19, la vi dos veces; viernes 20, la vi, me parece que me miró”.
        Una mañana toqué timbre y salió ella a atenderme. Había delirado con esa ocasión, pero no supe qué hacer y todos mis planes se diluyeron. Me quedé mirándola, inmovilizado, con mis mamelucos color ladrillo y mis alpargatas deshilachadas.
        —Traigo la carne —murmuré, con un tono y una torpeza que me hicieron sentir avergonzado.
        No se dignó tomar el paquete. Se hizo a un lado y me señaló una puerta:
        —Dejalo ahí, sobre la mesa.
        Obedecí. Cuando ya me iba oí que decía:
        —Esperá.
        Me detuve.
        —¿Por qué siempre me andás mirando? —preguntó.
        Sentí que me temblaban las rodillas y aparté la vista.  Me dije que no habría otra oportunidad como ésa y me esforcé por construir una respuesta en un castellano decente, aunque cuando la tuve lista ya era tarde.
        —Vení —dijo Renata.
        La seguí. Recorrimos el pasillo y salimos, por la puerta del fondo, al jardín que tantas veces había vislumbrado desde la calle. Aquello era como estar en un mundo prohibido. Renata me guió entre una doble hilera de naranjos, hasta la pared que separaba el terreno de la casa vecina.
        —¿Sabés qué es? —preguntó señalando con el dedo.
        —Un rosal —contesté.
        —Eso es lo que parece —dijo.
        Se mantuvo en silencio, pensativa, durante unos minutos, y advertí que era más alta que yo. Después se acercó más al rosal y me contó una historia:
        —Mi bisabuela se llamaba Renata, igual que yo. Mi bisabuelo viajaba y la dejaba mucho tiempo sola. Era una mujer bellísima. Se enamoró de un sobrino, quince años menor que ella. Pero él la rechazó. Entonces lo mató y lo enterró acá, junto al muro. A la semana notó que en este lugar había nacido un rosal. Tomó una tijera y lo cortó. El rosal volvió a crecer.  Lo cortó. Y así muchas veces. Hasta que un día, mientras trataba de arrancarlo, se pinchó un dedo con una espina y quedó embarazada. Cuando dio a luz vio que el chico era el sobrino al que había asesinado. Pensó matarlo otra vez, pero finalmente decidió criarlo. El chico no paraba nunca de mamar, jamás estaba satisfecho. Acabó con su leche y comenzó a chuparle la sangre. Mi bisabuela se fue debilitando y al tiempo murió.
        Mientras hablaba, Renata no había dejado de mirarme. Calló y oí  el chillido de los pájaros.
        —Dame la mano —dijo ella.
        Estiré el brazo. Me arrastró suavemente, acercó mi mano al  rosal  para que me pinchara con una espina. Soporté sin chistar,  sin moverme. Retuvo mi dedo para ver brotar la sangre. Entonces busqué en sus ojos el placer perverso del que había oído hablar. Lo que vi fue gravedad y, me pareció, un velo de tristeza.
        —Ahora —sentenció—, vas a quedar embarazado, como mi bisabuela.
        Me soltó. Un golpe de viento trajo el olor de la primavera próxima. Sentí que ese jardín no se encontraba en el pueblo, sino en otra parte, lejos, y que tal vez nunca tuviese que marcharme. Por un momento pude pensar que entre Renata y yo no había diferencias, que éramos iguales y lo seguiríamos siendo mientras permaneciésemos ahí.
        Ella volvió a hablar.
        —Andate —dijo.
        No había prepotencia en su voz, ni siquiera era una orden, sino la manifestación simple y clara de algo que debía ser hecho.
        Crucé el jardín, salí a la vereda y caminé hasta doblar la esquina. Apoyé la bicicleta contra un árbol, saqué mi libreta, la abrí y aplasté la gota de sangre sobre una hoja en blanco. Volví a guardarla en el bolsillo de la camisa, contra el corazón. Después me llevé el dedo a los labios y lo mantuve ahí. Monté y pedaleé calle abajo, hacia el horizonte quieto y abierto que se divisaba más allá de las casas.



(*) Fragmento de “El padre y otras historias”, Ed. El Ateneo, Bs. As., 2012. Cedido gentilmente por el autor como colaboración para ser publicado en Literasur.


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