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lunes, 17 de noviembre de 2014

EL POEMA DE HOY

Poema ganador de la Comp. N° 20 - Principal de Poesía en castellano
EISTEDDFOD MIMOSA - PUERTO MADRYN 2014





Déjà vu


Por Vilma Nanci Jones




vieja higuera, Penélope en espera,
teje/desteje la trama de mi infancia
caen sus brevas al abismo de otro tiempo
y brota su dolor, lágrimas-higos.

este patio, hoy de gris, es Liliput
y yo, su Gulliver, no hallo
rincón en que quepa mi silueta
a esconderse del recuerdo...
                        (¡Piedra Libre!)

a tortilla de barro huele el aire
a naranja en la boca y miel en pecas
   caracoles pintados con esmalte
                          (¡alistados, en sus marcas!)
se persiguen en carrera imaginaria...

del tendal cuelga la siesta, malherida
salta a la soga el silencio de la tarde
algún gato escudriña nuestros juegos
aristócrata celoso del instante

hay portones y paredes que vencemos
pelándole rodillas a los miedos
y ojalá fuera un porrazo esta añoranza
                   (sana-sana haría a mi alma tu caricia)

aleteo maternal sobre el cabello
pliega en trenzas la masa de mis sueños
azarosa escalera del destino
                   (por mi trenza... subeybaja)
caprichosa rayuela de la vida
                   (de tu Tierra a tu Cielo, solo un salto)
mi pasado y mi futuro gritan 'pido' ...
                   (yo no juego... dame prenda)
            y de la mano
    me encadenan a su ronda de misterio.


                   Seudónimo: JUGLAR
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miércoles, 12 de noviembre de 2014

EL POEMA DE HOY



 EL BOSQUE

                                      Por Gladis Naranjo (*)





  Hoy es el bosque un gigante herido.
Fantasmal. Melancólico. Sombrío.
Que  vive  como  puede. Pero  vive.

  Es naufragio de plumas sin destino.
Es revuelo de soles y cenizas
En torbellinos grises. Pero  vive.

  El fuego puso angustia y remolinos
En la mañana ardiente de ese enero.
Dolida la corteza. Pero  vive.

  La noche se hizo larga. Fue un  gemido
el ruego por la lluvia sobre el tuero.
Pero está de pie el árbol. Sigue vivo.

  Rebuscará en la tierra y en el frío
hasta encontrar la savia renovada
y las semillas negras. Porque  viven.


  Y van a amarillearse los caminos
con perfume de aromos y de acacias
cuando llegue noviembre. Porque viven.

  Atrapará la luz y habrá  más nidos
en  la larga cortina de eucaliptos
urgente de retoños. Porque viven.

  Y la silente majestad del pino
se hermanará con el silencio mismo
en la quietud del pueblo. Porque  vive.

  El corazón del bosque está conmigo.
Juntos restañaremos las heridas.
Porque, a pesar de todo…estamos vivos.




(*) Escritora nacida en Neuquén.





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sábado, 8 de noviembre de 2014

LA NOTA DE HOY




CAMARONES – TOPONIMIA PROBABLE (*)



Por Gerardo Robert





            Como su nombre lo indica y como no podía ser de otra manera, es casi natural que se concluya que Camarones debe su nombre al conocido crustáceo. Aún cuando en la actualidad es más corriente la obtención del langostino, años atrás era bastante común la obtención del camarón como producto de pesca. Por otra parte también es común que la gente le llame así a aquel, aún cuando se trata de otra especie.



            Pero en realidad siempre surge la duda sobre el toponímico dado que pocos imaginan que hace algunos siglos, los navegantes y cartógrafos hicieran referencia al referido marisco al bautizar el sitio.



            Por eso no debe extrañar que en 1898, luego de su viaje acompañando al Perito Moreno en el buque Villarino, naufragado un año después en nuestras Islas Blancas, el periodista y escritor Roberto J. Payró escribiera en su notable libro La Australia Argentina, refiriéndose a las habituales deformaciones toponímicas que observaba: “… si bien es cierto que los descubridores tienen derecho de bautismo de las tierras que exploran, esa abundancia de nombres exóticos no dejará de presentar dificultades cuando la población aumente, porque los corromperá, como ha ocurrido con Camerons Bay, que hoy se llama bahía Camarones”.

            Payró describe al lugar como un asentamiento de “no más de 60 habitantes entre propietarios y peones, en su mayoría gente del norte de Europa, avezada al clima. Los peones son generalmente criollos. Los principales pobladores son los señores Camerón y Greenshields, que poseen cuarenta leguas de tierra, en las que van a instalarse con 6000 ovejas de Malvinas. Este establecimiento se llama Lochiel, nombre de  un Highlander escocés”.
            Sin duda, de esta referencia deduce equivocadamente el periodista que deviene el nombre asignado al lugar, como deformación de Bahia de Cámeron.

El Consultor Patagónico es un trabajo de Luis B. Colombatto editado por Editorial RUY DIAZ en el año 2000, que reúne una invalorable información en más de 1000 páginas, sobre diferentes  temas de la región ordenados alfabéticamente.
En su página 158 incluye Cananor (rio) y dice: “Río que, asentado entre los 45º y 47º de latitud austral, comienza a aparecer en la cartografía europea en 1502, en los mapas de Caverio y Kunstmann II; por lo tanto, alguna expedición debió llegar hasta esas latitudes patagónicas para registrarlo junto con el río Jordán (Río de la Plata), entre los 34º y 36º de latitud Sur. En otros 27 mapas se sigue marcando el rio Cananor hasta 1590. La única expedición que puede haber llegado hasta las tierras patagónicas es la comandada por Américo Vespucio en 1502, llevando las naves hasta 50º australes, de acuerdo a sus afirmaciones en 1504”.
Germán Arciniegas dice que al no coincidir el nombre dado al río con el santoral ni con los nombres de los tripulantes o conocidos de Vespucio, hay que buscarle otro antecedente. Cananor era un recuerdo del Oriente como uno de los puertos de exportación más importantes para la pimienta y la canela, sobre la costa de Malabar.


Otra vinculación con el mencionado río indirectamente la aporta Lewis Jones en su obra La Colonia Galesa, al referirse al río Chico y su posible desembocadura ancestral en la bahía Camarones, y dice: “a mitad del curso de este rio hay una gran hondonada que se abre hacia el mar frente al lugar llamado Camarones. En el fondo de esta depresión, que comunica el Iacamán (Chico) con Camarones, corre un curso salado cuyo caudal depende de las lluvias y de los manantiales” .
…y sigue diciendo El consultor Patagónico: “… y con los similares nombres de Cananor, Cananea y Camarones, este río se sigue registrando hasta 1883, fecha en que la expedición del coronel Lino Oris de Roa informa de su inexistencia. Pero la creencia persistió por varios lustros. Prueba de ello fue la reticencia de los marinos de navegar por el interior del golfo por las tempestades frecuentes a causa del torbellino que generaba el caudaloso rio al verter sus aguas al mar”.



Pero a mayor abundamiento sobre la aparición de mapas que hicieran referencia a los puntos señalados, podemos agregar:
Año 1529 – Planisferio español de Ribero.
Año 1535 – Globo Dorado de París.
Año 1559 – Mapa portugués de Andres HOMEM, que incorpora por primera                               vez los términos Mare Argentea y Terra Argentea.
Año 1568– Mapa de Diego HOMEM. (ilustra y describe, en zona de                               Amazonia, un  “caníbal haciendo un asadito”)
Año 1590 – Mapa portugués de Sebastián López. Ultimo registro del nombre                               CANANOR.
Año 1593 – Mapa de C. de Jode. Aparece Río del Camarón.
Año 1608 – Mapa de Hondius. R. del Camarón.
Año 1779 – Mapa de D’Anville. Designa Rio de los Camarones.
Año 1836 – Mapa de D’Orbigny. En este mapa, el Río de los Camarones desemboca exactamente en la bahía homónima, al norte del Cabo Dos Bahías. 


                      

En este punto cabe señalar que el señor, Victor Heinken, vecino rural de Camarones residente en Trelew que fuera durante mas de 20 años capataz general de estancia San Jorge y desde 1962 hasta los años 90, Administrador de Estancia La Maciega, tiene una lámina original de un mapa editado en Francia en el año MDCCXXXXVI (1746) titulado AMERICAE – Mappa Generalis, que ubica en el mismo sitio al río designándolo F. de les camarones (debe ser “Fleuve”, del francés: río).



Los mapas detallados más arriba se encuentran publicados, junto a otros varios, en el libro editado por la Municipalidad de Río Gallegos el 13 de diciembre de 1985 con motivo del Centenario de Río Gallegos, bajo la dirección de Juan Bautista Baillinou, en los talleres del Instituto Salesiano de Artes Gráficas de Buenos Aires.

Finalmente, para acercar esta teoría a lo verosímil, debemos procurar comprender cuál puede haber sido lo que indujo a la confusión de aquellos primeros cartógrafos de hace 5 siglos atrás. Quienes conocen la comarca, saben que a 40 km. de Camarones por la Ruta 1 hacia el norte, se atraviesa un zanjón de considerables dimensiones. Es el SALADO, cuyos múltiples cañadones afluentes nacen todos sobre las pendientes límite de la Meseta de Montemayor, casi llegando a la Ruta Nacional Nº 3. En tiempos de lluvia, este zanjón suele traer un caudal que en determinados lugares alcanza un ancho de cerca de 500 m., para luego, en los últimos 5 o 6 km., encajonarse entre elevaciones rocosas de mucha altura (40 m.) y escasa separación, formando un embudo que potencia el caudal sobre la desembocadura. Todo permite suponer que, de haberse producido lluvias intensas y prolongadas (no hay registros de regímenes de lluvia de la época), el caudal que ingresaba al mar podía ser suficiente como para amenazar la navegación de los navíos de la época y dar por verdadera la existencia de un río torrentoso y alarmante, aconsejando a los navegantes, cuanto menos, la prudencia y el alejamiento. Esta circunstancia no desvirtuada a lo largo de los muchos años que separaban un viaje de otro, fue afirmando la convicción de que se trataba de un río permanente, al que como dice Arciniegas, dieron en llamar Cananor. Luego, como puede verse en los mapas agregados, el “tránsito cartográfico” por llamarlo de alguna forma, concluyó convirtiéndolo en Río del Camarón y luego “de los camarones”, hasta que se verificó su inexistencia como tal.



Se agrega un mapa satelital de la cuenca del zanjón del Salado, obtenido del Google Earth, para facilitar la estimación de esta creencia. Como dato aleatorio, bueno es recordar que hacia fines del siglo XIX, según los primeros pobladores de la comarca, este arroyo tenía un caudal mínimo casi constante de agua salobre, proveniente de las múltiples aguadas que perduraban, y cuando llovía sobre la meseta era seguro que desapareciera todo cuanto se oponía a la correntada, principalmente hacienda y alambrados.


Gerardo ROBERT
31-octubre-2014




(*) Disertación ofrecida por Gerardo Robert en el Programa de Capacitación de Guías de Sitio llevado a cabo recientemente en la  localidad de Camarones (Chubut)



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miércoles, 5 de noviembre de 2014

EL CUENTO DE HOY



El viejo camino de tierra (*)

Por Patricio Donato



      El sol de otoño brillaba débilmente sobre la Patagonia central. El viento era suave, apenas una brisa del sur que bajaba la temperatura, anunciando la posible llegada de mal tiempo. En un rincón remoto de la extensa meseta se hallaba un humilde caserío resguardado en una hondonada. En los alrededores la geografía era espartana, una planicie que se extendía hasta el horizonte con mínimas ondulaciones en el terreno arcilloso y reseco. Por doquier pululaban los rústicos arbustos típicos de la región: piquillines, jarillas, coirones, y algarrobos. La fauna silvestre, igual de rústica y opaca, se escondía en las irregularidades del terreno y las marañas de arbustos entrelazados.

      A un par de centenas de metros al sur del caserío había dos niños que jugaban en el medio del campo, correteando entre los arbustos y las irregularidades del terreno. Buscaban lagartijas, unos pequeños reptiles que se mimetizan con el suelo con tanta perfección que sorprenden al caminante con su repentino movimiento, que las hace salir disparadas en busca del resguardo de los matorrales espinosos. Los niños que vivían en aquel lugar tenían pocas diversiones a las que dedicarse, y una de las más comunes era la caza de lagartijas. En realidad era la única a la que se le podía llamar juego, a pesar de lo que significa cazar un animal, ya que las otras diversiones estaban asociadas a trabajos con una finalidad, como el arreo de ovejas o la búsqueda de frutos silvestres.

      Los niños estaban agazapados, en silencio, cuando un ruido lejano, grave pero muy débil, llamó su atención. No era el inconfundible ruido de los caballos, ni tampoco eran las ovejas, porque las pocas que aún quedaban estaban a buen resguardo en la zona de mallines al norte del caserío. Desde que las cosas fueron de mal en peor y no se supo nada más del resto del mundo, las ovejas se empezaron a cuidar como si de hermanos se tratase. El ruido, que lentamente crecía en intensidad, era sin lugar a dudas provocado por un automóvil. Pero los niños sabían que en el escuálido pueblo apenas quedaban dos o tres vehículos en condiciones de usarse, y todos ellos estaban bien resguardados, evitándose a toda costa su uso.

      La curiosidad pudo más que el temor, y los niños corrieron hasta una pequeña elevación del terreno a pocos metros de ellos. Al llegar arriba, se encontraron con el viejo camino de tierra que antaño era la vía de entrada al pueblo. Éste se hallaba salpicado de pequeños arbustos que reclamaban el terreno que injustamente el hombre les había arrebatado durante muchas décadas. Siguiendo la traza del olvidado camino, a lo lejos, se veía un reflejo cristalino que se movía, acompañado de una nube de polvo traslucida que señalaba el sentido del movimiento. Un leve estremecimiento, producto del miedo, dejó paralizados a los niños, cuando se dieron cuenta que lo que estaba circulando por ese camino era un automóvil y que, para colmo de males, venía hacia el pueblo. Ellos no recordaban lo que había pasado, pero en el pueblo siempre contaban que todo había desaparecido y que el camino de tierra jamás volvería a usarse. A excepción de las huellas que servían para comunicar a las familias que vivían internadas en las zonas más desoladas de la meseta, no había ninguna comunicación por tierra con ningún otro pueblo.

      Los niños se largaron a correr en dirección al caserío, impulsados por el miedo a lo desconocido. Se suponía que nadie podía venir de allá, ni del este, ni del oeste, ni el norte ni el sur. El mundo se limitaba a la meseta, con sus suaves lomadas, sus tristes mallines y lagunas secas, sus míseros arroyitos y la pobre gente que lo habitaba. Con suerte llegarían a unas trescientas o trescientas cincuenta almas, no más. Pobladores de campo, unos cuantos residentes estables del pueblo, y algún extranjero caído allí durante los tiempos de confusión que precedieron a la desaparición de todo. Pero ya habían pasado cuatro inviernos desde la llegada de la última persona. Era un hombre de ciudad, que decía ser médico, que llegó buscando amparo y contención. Él fue quien dijo que ya no quedaba nada allá, que todo había desaparecido. Los valientes, o locos, que salieron en busca del mundo regresaron diciendo que todo era polvo o directamente no regresaron.

      Sortearon la tranquera que hace las veces de entrada al pueblo con la facilidad característica de los niños que se crían al aire libre, entre caídas y magullones. Gritaron con fuerza y muchas caras se asomaron a las sucias ventanas y surgieron de las desvencijadas puertas. Los mayores rodearon a los chicos y éstos les contaron lo que habían visto: un automóvil, polvo, el camino viejo. No hicieron más que terminar la historia cuando todos escucharon el ronco bramido de un motor a explosión, que delataba a un vehículo subiendo por la irregular trepada que llevaba al pueblo. Algunos hombres silenciosos entraron de nuevo en sus respectivas casas y salieron por atrás, armados con viejos fusiles y escopetas de caza. Las mujeres reunieron a los pocos chicos del pueblo y los escondieron en cobertizos y galpones. El resto de los hombres se dirigió a la tranquera de entrada, a la espera de lo que iba a pasar. Algunos de ellos, que vivían parte del año en puestos alejados una decena de kilómetros del pueblo, habían contado historias sobre encuentros con personas errantes llegadas de allá, de donde no quedaba nada, y decían que ya no eran hombres, sino pálidas imitaciones, dementes y enfermos. En esos casos los abandonaban cerca de alguna laguna y nunca más se sabía de ellos.

      Interminables segundos después apareció la fuente de ruido sobre la cuesta. Era una vieja y enorme camioneta blanca sobre la cual pesaban cientos de miles de kilómetros recorridos. El motor dejó de rezongar por la subida y la camioneta bajó lentamente la cuesta, deslizándose casi con fragilidad hasta detenerse a escasos centímetros del decrepito portal del pueblo. Los hombres pasaron al otro lado de la tranquera para averiguar quien había llegado. Examinada de cerca, la camioneta lucía destartalada por los cuatro costados, con trozos de chapa saliéndose y agujeros de óxido, y sus cuatro neumáticos apenas si estaban inflados. Nadie en el pueblo se hubiese animado a recorrer esas extensas soledades en tales condiciones.

      Los hombres se agruparon a ambos lados de la camioneta para ver su interior. Al volante se hallaba un joven de unos escasos treinta años, sucio y fatigado, de ojos cansados y gesto tranquilo. Era delgado, de tez morena, y estaba aferrado al volante con determinación, como si estuviese dispuesto a partir nuevamente. Su acompañante era una joven mujer de edad similar, de pelo rubio despeinado, con mirada somnolienta.

     —Buenas tardes —saludó el muchacho al volante
      —Buenas tardes  —respondió uno de los hombres del pueblo, de espesa barba, que parecía ser el líder.

      Todos se quedaron en silencio. Solo se escuchaba el ronquido sereno del motor de la camioneta y el ulular producido por la brisa del sur.

          —Nos alegramos de encontrar gente de nuevo, hace muchos meses que no vemos a nadie  —dijo el muchacho de la camioneta mientras trataba de esbozar algo parecido a una sonrisa.
—¿Podemos quedarnos con ustedes? —preguntó la chica, con un ligero temblor de voz.

      Otra vez quedaron todos en silencio. Casi cuatro años habían pasado desde el arribo de la última persona al pueblo, por lo que esta situación los tomaba desprevenidos. Ellos eran hospitalarios, pero con las cosas que habían sucedido no podían confiar fácilmente en nada ni nadie que viniese de allá lejos, por el camino de tierra.

—¿Dónde está el resto? ¿Cuántos quedan? —preguntó el líder.

      El muchacho y la chica se miraron en silencio, y ella empezó a sollozar.

—La última persona que vimos fue a su hermana —dijo el muchacho, señalando a su acompañante con la cabeza— hace unos tres meses, pero ahora ya no está, sólo somos nosotros dos… y esta vieja camioneta que se está quedando sin combustible .
—Aparte de ustedes… ¿Cuántos más quedan Allá? ¿Va a venir alguien a ayudarnos? —insistió el líder.

      Nuevamente el silencio. Una fuerte ráfaga de viento frío sopló desde el sur, y algunos se dieron vuelta a mirar el horizonte, donde unas incipientes nubes negras anunciaban una posible tormenta.

—Nadie… no queda más nadie. Nosotros dos somos los últimos. Nadie más va a venir— dijo el muchacho.

     Se examinaron y desafiaron mutuamente con la mirada, y el muchacho volvió a recalcar su afirmación:

—Nunca más… nadie vendrá, nunca más.

     Los hombres se retiraron y debatieron rápidamente, con pocas palabras y gestos severos. Al final de la improvisada deliberación, el líder se dirigió hacia los dos jóvenes, y esbozando una sonrisa franca les dijo:
—Sean bienvenidos, pueden quedarse en nuestro pueblo.

      Los jóvenes respiraron aliviados, y todo el cansancio y dolor de sus rostros se esfumó, dando lugar a un alivio que no han podido sentir en los últimos meses. Alguien abrió la tranquera y les hizo señas para que pasen. El muchacho se aprestó para entrar la camioneta, pero antes le preguntó al líder:

—Una pregunta más… ¿Cómo se llama este pueblo?

     El líder miró en dirección al triste caserío y en un par de segundos pasaron muchas imágenes por su mente: el trabajo duro del campo, la pobreza, las carencias, la gente que llegó de afuera, y la ominosa situación en la que vivían desde hace cuatro años. Se le hizo un nudo en la garganta cuando recordó que había mandado a sus dos hijos a estudiar a la ciudad, para que pudiesen tener un futuro mejor al de un puestero rural como él. Nunca más había sabido de ellos, desde que el resto del mundo se apagó con un silencio sepulcral, un silencio para el cual todavía no había podido encontrar respuesta.

     Un trueno apagado se escuchó a lo lejos. El hombre de espesa barba sacudió la cabeza, volvió a mirar al muchacho, y aclarándose la voz le respondió:

     —Hace muchos años tuvo un nombre, pero ese nombre era para el mundo de aquel entonces. Desde hace cuatro años, en vista de lo que ha pasado, hemos decidido rebautizarlo. Simplemente lo llamamos “Mundo”, porque es el único mundo que aún existe.




(*) Este cuento ha sido  publicado en la antología del "1º Concurso de Relato Corto, Temática Libre" del portal Zonaereader.
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sábado, 1 de noviembre de 2014

EL POEMA DE HOY



                                    RAMADALES


                    Por Silvia Sánchez (*)




       Hoy me crecen ramas.

       Desde los poros abiertos
       surgen insistentes
       lentas
       fuertes
       tersas.
       Ramadales verdecidos
       que me escogen como humus
       protuberante.
       Y me comen
       las raíces
       como esporas.
       Sorben de mi jarro
       contenido de nutrientes.

       Me asoman selvas
       deshabitadas de pájaros
       entre los pliegues
       de mi piel arena
       y bosques de coníferas
       en las vertientes.
       Hoy vierto líquidos
       por las fauces
       y los sexos.

       Hoy he verdecido
       con ganas de que me habiten.





   (*) Escritora de General Roca. Su blog http://sanchezsilvia.blogspot.com.ar/



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miércoles, 29 de octubre de 2014

EL CUENTO DE HOY


Cuento ganador de la competencia N° 19 del Eisteddfod del Chubut 2014.




Pedro Piedra

Por Alejandra Vilela (*)




   “Pedr Roberts, tienes dos minutos para presentarte limpio y peinado para ir a la capilla” dijo en tono bajo y severo la madre de Pedro. 

   “Se hace tarde”, acotó su Nain con un dejo de dulzura.

   Pedr se miraba preocupado en el espejo del baño. No acertaba a acomodar su flequillo de forma convincente para parecer adulto. Sus pantalones le quedaban cortos y casi no cerraban en la cintura, clara evidencia de su crecimiento, pero su rostro seguía con esa indignante “piel de duraznito” que tanto parecía agradar a Nain Hannah.  Debía apurarse si aspiraba a obtener un buen asiento en la capilla. Trofana, la hija del reverendo, seguramente estaría sentada en la primera fila, junto a su hermana Morfydd. Si no llegaba temprano, no lograría encontrar un sitio desde donde mirarla durante la clase dominical sin que su madre lo advirtiera.

   Trofana concurría al Ysgol Ganolfadd y Wladfa, como él, pero era un año mayor y raramente le dirigía la palabra. O la mirada. Ni siquiera sus silencios le estaban dirigidos. Sólo lo ignoraba, mientras él hacía esfuerzos sobrehumanos por llamar su atención. Todas las noches ensayaba una frase para impresionarla, pero al día siguiente, cuando Trofana entraba con su vestido blanco con cuello de encaje y sus medias negras, él, Pedr Roberts, se transformaba en una piedra blanca, igual a las de la fachada de su casa. Sus cuerdas vocales se fosilizaban, no encontraba los sonidos en su garganta. Sabía la frase, pero era absolutamente incapaz de emitirla. En esos momentos Christmas Roberts siempre advertía su desazón y le gritaba “Pedro Piedra” burlándose de su nombre bíblico, de su frase atorada en la garganta, de su gesto pétreo, de su silencio pertinaz.

    Pedr suspiró, abandonó el flequillo a su libre albedrío y decidió dejar de auto-compadecerse. Apresuró el paso para alcanzar a Nain que ya iba camino al puente sobre el río Camwy. Su madre lo miró de reojo, desaprobando el peinado, pero Nain Hannah le guiñó imperceptiblemente un ojo. Su Nain siempre le daba valor. Ella lo veía bueno, educado, gentil y hasta hermoso. Claro que era su abuela…

   Entró en la capilla del brazo de Nain, erguido para maximizar su escasa estatura. Nain, como si leyera su pensamiento (¿lo leería?), se ubicó sin titubear detrás de Trofana. Pedr se deslizó por el largo banco lustroso. Una nueva capilla estaba a punto de inaugurarse, pero él prefería la capilla Bethel vieja. Era más pequeña y la feligresía tendía a apiñarse en el escaso espacio disponible. Pedr soñaba con que algún día, aunque fuese por azar, quedase al lado de Trofana y pudiese arrimarse a ella lo suficiente para aspirar su aroma. Christmas decía que olía a jazmines, pero él nunca había visto u olido un jazmín. Daba igual, seguramente Christmas mentía para molestarlo.  Nain decía que Christmas lo hostigaba por envidia. Envidiaba su hermosa Casa de Piedra y sus orejas “normales”. Sonrió pensando en las pantallas que emergían airosas como asas del cráneo de Christmas. Su madre percibió su distracción e inmediatamente le aplicó un codazo, reclamando silencio, atención y devoción con la mirada.

   El reverendo John Caerenig Evans seguía con su letanía interminable de palabras. Ese zumbido monótono le daba la oportunidad de practicar la frase que le diría a Trofana a la salida de la clase dominical. La invitaría a ver la obra del túnel del ferrocarril. Con su Nain claro, de otro modo el reverendo no le permitiría ir. Había escuchado decir a Trofana que quería ir a ver el túnel, pero que su padre no la autorizaba a ir sola. Su hermana no estaba interesada en acompañarla y su madre no tenía las piernas buenas para la caminata.  Pero Nain lo ayudaría, estaba seguro.



   Esperó con paciencia a que terminara la clase dominical. Respiró hondo. Juntó valor. Exhaló el aire. Nain siempre decía que la respiración profunda ayudaba a tranquilizar el espíritu. No estaba del todo seguro de que el miedo visceral que sentía fuese “intranquilidad de espíritu”, pero no se le ocurría ninguna otra cosa para hacer.  Inhalaba, retenía el aire repitiendo su frase “Trofana Evans, ¿quieres acompañarnos a Nain Hannah y a mí a ver la obra del túnel ferroviario?”, exhalaba. Esto no estaba bien. Debía ser capaz de respirar y hablar al mismo tiempo, sino no llegaría al final de la frase sin sonar como un fuelle viejo.

   Otra vez.

   Inhalar, Trofana Evans… exhalar. Inhalar. Quieres acompañarnos. Exhalar.
Era ridículo respirar tan seguido.

   Otra vez.

   Inhalar. Trofana Evans, quieres acompañarnos. Exhalar. Ya iba mejor. Definitivamente.

   El reverendo estaba terminando con el martirio dominical. Él, en su profundo interior, aún no había decidido si debía creer en dios  o no. Un obrero francés que trabajaba en el túnel le había dicho que un viejo matemático de su país decía que era más conveniente creer que no creer, porque si uno creía y se equivocaba, no pasaba nada, mientras que si no creía y se equivocaba, te condenabas por toda la eternidad.  Ese inquietante pensamiento, rayano en la herejía, lo hacía prestar atención a las palabras del Reverendo. Por un rato al menos.  Su mente divagaba por estos pensamientos prohibidos cuando empezó el movimiento. La gente comenzaba a caminar. Sólo debía levantarse,  hablar y respirar al mismo tiempo. Tres cosas sencillas que hacía a diario. Podía hacerlo.

   Trofana y Morfydd se levantaron de su asiento. Este era el momento clave. Tenía que hacerlo antes de que salieran de su alcance y se perdieran en la feligresía.

   Respiró hondo y logró decir en voz alta: “Trofana Evans”…  (Estaba hablando!!! ¡Lo estaba haciendo!) Su garganta había funcionado y Trofana lo había oído decir su nombre.

   Trofana y Morfydd se dieron vuelta y lo miraron. Pedr, embriagado de éxito se levantó de golpe. En el mismo instante en que retomaba la frase, escuchó el sonido de su pantalón que se descosía en la retaguardia. Quedó petrificado, como su nombre, como su casa, como siempre. Sus mejillas ardían de horror. Estaba seguro de que todos estaban mirando sus calzones. Incapaz de pensar o moverse cedió al empujón de su madre, que lo sentó de un golpe mientras se escuchaba en el fondo de la capilla a Christmas Roberts gritando, burlón, “Pedro Piedra….Pedro Piedra”.





(*) Alejandra Vilela vive en una chacra en Treorci llamada Bod Amlwg, y según sus propias palabras, "... su casa no está llena de cuartillas manuscritas de cuentos inconclusos (ni terminados). No escribe nunca. Sólo para el Eisteddfod (y sobran los dedos de un ave para contar sus participaciones anteriores)". Es bióloga de profesión, corre maratones sin apuro y dice ser lectora compulsiva, tanto así como para subir al Aconcagua cargando en la mochila un libro electrónico.



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